lunes, 10 de enero de 2011

Necesitaba ver más allá de lo que sus oídos le ofrecían.

El joven avanzaba a paso vacilante por la calle, confiando únicamente en lo que su nariz y oídos le ofrecían. Olores armoniosos, pútridos y mil fragancias de todas las personas se internaban en sus fosas nasales, ofreciéndole mil personalidades, recreando en su nariz un diccionario entero de olores y perfumes, sin distinguir entre lo considerado que olía bien o mal.
A sus oídos llegaban las charlas de la gente corriente, las críticas de varios nobles y vendedores ambulantes anuciándose a voz en grito. Sin embargo, Víctor Mesonge no los veía. No podía observar el mercadillo ni sus productos.Le era imposible ver por dónde iba y cuando colisionaba con alguien, le gritaban:
-Mira por dónde vas, idiota- siempre con ese deje de autoridad que el chico detestaba. A lo que él, mentalmente, les contestaba: "No puedo".
Necesitaba aferrarse a las paredes para no caer y una vez más deseaba con toda fuerza ver algo. Día a día se enfrentaba a su reto personal de pasear por el mercadillo y cazar los olores de las personas. Con el paso del tiempo, incluso algunas las reconocía y las asociaba a varias personas, aunque era incapaz de verlas.
También había asociado un determinado olor a un sentimiento específico. El chico no sabía hablar a su edad de dicesiete años recién cumplidos. Sabía que tal olor significaba tal cosa, pero no podía reconocer cómo se llamaba ni para lo que servía, si esque era útil para algo.
Respiró hondo. Un olor desagradable llegó a su nariz, irritándolo por un momento. También varios gritos y lo que parecía ser el ruido de unas manos que atrapaban al vuelo algo pesado.
-Cuidado con el pescado, mujer- recriminó un hombre.
Así que eso era. Pescado. Repitió el vocablo varias veces en su mente, hasta saborear la palabra en los labios, que los cosquilleaba con avidez, deseosa de salir. Sin embargo, Víctor no la pronunció. De su boca no salió nada más que un suspiro y algo de vaho condensado a causa del frío. La gente comenzaba a marcharse, a resguardecerse de la tormenta inminente.
Pero el chico no se movió. Ni siquiera cuando la masa humana le empujaba y le reprochaba el no poder ver. ¿Por qué él no volvía a su hogar? Porque no tenía. Ni siquiera sabía cómo era un hogar. Ni cómo olía, ni cómo oía. Porque jamás tuvo uno. Y tal vez nunca lo tendría.